De niño vivía yo en un pueblo de pescadores, entre mi casa y la playa no habría más de doce o quince metros. En verano se formaba cierto bullicio, porque justo enfrente de mi casa había un merendero, eso que ahora se llama chiringuito, muy concurrido. Al terminar agosto lo desmontaban, sólo dejaban el armazón de hierros, algo así como el esqueleto, y tres o cuatro maderas mal puestas.
Un invierno, quizás fuera otoño, apareció alguien doblemente extraño para mí. Por un lado, era pintor, y yo nunca había visto a nadie pintando. Bueno, sí, a mí, que me pasaba el día con las acuarelas y las témperas dale que te pego, pero yo no cuento, yo era un renacuajo, éste era un pintor de verdad. Plantó su caballete a espaldas de mi casa y de cara al mar.
La otra curiosidad de este personaje es que era chino, bueno, luego supe que no era chino, sino japonés, pero entonces para mí, ser chino o ser japonés era la misma cosa.
Yo andaba por ahí cerca, supongo que con la pelota, cuando el pintor chino-japonés tomó el carboncillo para empezar. Pensaba que estaba un poco tonto, porque, para pintar el mar -yo había visto en un libro muchos cuadros con el mar pintado-, se podía haber colocado un poco más a la derecha o un poco más a la izquierda. Pues no, justo había instalado el caballete donde aquella ruina de merendero le tapaba un buen trozo de Mediterráneo. Pero resultó que lo que este hombre quería pintar, precisamente era el merendero. Efectivamente está tonto, pensaba yo, con lo enormemente bonito que es el mar, y va el chino este y se pone a pintar eso tan roto.
Yo no me separé de él, a su lado estuve los tres días que estuvo pintando. Apenas hablaba castellano, pero nos hicimos todo lo amigos que pueden hacerse durante tres días un japonés -pronto me sacó del error de su nacionalidad- y un niño de siete años de un pueblucho andaluz. Recuerdo que me escribió mi nombre en su idioma y que mi madre le daba naranjas.
El caso es que su cuadro avanzaba y algo iba cambiando en mi cabeza. Yo me fijaba mucho, porque también iba a ser pintor de mayor. Empezó a gustarme su obra, empezó a parecerme la cosa más bonita que había visto yo en mi vida, el merendero aquel, encontré mucha belleza en aquel despojo arquitectónico que tenía todos los días frente a mi casa.
Aún recuerdo su nombre: Kota Taniuchi. Hace poco me dio por buscarlo en el google. Vive en París y, además de seguir con sus cuadros, se dedica a hacer ilustraciones para libros infantiles -como la que he puesto ahí arriba-. Viene su correo, un día de estos tengo que mandarle esta historia.
Ahora pienso que Kota me enseñó que todo lo que tenemos a la vista puede contemplarse de otra manera, que hasta en lo feo se puede descubrir belleza, sólo con cambiar un poco la mirada, entornando los ojos, o achinándolos.
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